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NILS HOLGERSSONS
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en la mejilla, hubiera creído que todo era un sueño.

— Sea lo que sea — murmuraba —, mis padres serán los primeros en afirmar que todo ha sido un sueño. Seguramente no me han de perdonar lo del sermón a causa de lo sucedido. Por lo tanto, lo mejor es que me ponga a leer de nuevo.

Dirigíase hacia la mesa haciéndose estas reflexiones, cuando de repente observó algo extraño. No era posible que la casa se hubiera hecho más grande. ¿Pero cómo lo era explicarse de otro modo la gran distancia que tenía que recorrer para llegar a la mesa? ¿Y qué le pasaba a la silla? A la vista era la misma; pero para sentarse debió subir hasta el primer travesaño y ascender así hasta el asiento. Lo mismo ocurría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino escalando el brazo del sillón.

— ¿Qué significa esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, la mesa y la casa toda.

El sermonario continuaba abierio sobre la mesa, y, al pareber, sin cambiar en lo más mínimo; pero algo extraordinario ocurría allí cuando para leer una sola palabra tenía que ponerse de pie sobre el mismo libro.

Después de leer algunas líneas, levantó la cabeza. Sus ojos fijáronse de nuevo en el espejo y no pudo menos que exclamar en alta voz:

— ¡Otro!

En el interior del espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño, con su gorro puntiagudo y sus calzones de piel.

— Viste exactamente como yo — gritaba, juntando las manos con la mayor sorpresa. Entonces el hombrecito del espejo hizo el mismo ademán.

El muchacho se tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacía, piruetas, y el hombre del espejo reproducía al punto sus movimientos.