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SELMA LAGERLÖF
 


Rápidamente le dio una vuelta al espejo para ver si había alguien oculto tras él; pero no vio a nadie. Púsose entonces a temblar porque, de repente, comprendió que el duende le había encantado y que la imagen que reflejaba el espejo no era otra que la suya propia.

 

LOS PATOS SILVESTRES

 

Sin embargo, el muchacho no podía imaginarse que hubiera sido transformado en duende.

— Esto no puede ser más que un sueño o una ilusión — pensaba. — No hay más que esperar un poco y volveré a ser humano.

Se puso ante el espejo y cerró los ojos. Transcurridos algunos minutos volvió a abrirlos, creyendo que habría cesado el encantamiento. Pero, no: continuaba siendo tan pequeño como antes. Exceptuando la estatura, era el mismo de siempre. Los cabellos claros como el cáñamo, y las manchas rojizas sobre la nariz, y los remiendos en los calzones de cuero, y las composturas de las medias, todo igual, pero minúsculo.

Era inútil esperar. Se imponía hacer algo y lo mejor para que resultara provechoso consistía en buscar al duende para ver el modo de hacer las paces con él.

Saltó a tierra y se puso a buscarle. Miró por detrás de las sillas y los armarios, bajo la cama y en el horno. Se agachó incluso para mirar un par de agujeros donde se metían los ratones; pero todo fué en vano.

Todas estas pesquisas iban acompañadas de llantos, súplicas y promesas de todo género: nunca más faltaría a sus palabras, jamás se entregaría al mal, jamás se dormiría durante el sermón. Si volvía a recobrar su cualidad de ser humano sería el niño más obediente, el más dócil, el más