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NILS HOLGERSSONS
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duendes; pero jamás pudo imaginar que fuesen tan pequeños. No tendría mayor altura que el ancho de la mano, sentado como se hallaba en el borde del cofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía larga levita con calzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era elegante y distinguido: llevaba blondas blancas en las mangas y en el cuello, zapatos con hebilla y ligas con grandes lazos. Del fondo del cofre había sacado un plastrón bordado y examinábalo tan detenidamente que no pudo advertir que el muchacho habíase despertado.

Este no salía de su asombro; pero, en verdad, no asustóse de tal duende; no creía del caso tener miedo de cosa tan pequeña, y como quiera que el duende hallábase absorbido en su contemplación, hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el muchacho que sería muy divertido hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por ejemplo, dentro del cofre, y echar sobre él la tapa o algo por el estilo.

Su valor no llegaba hasta el extremo de atreverse a coger al duende con sus manos, por lo que se dedicó a buscar con la vista un objeto que le permitiera propinarle un golpe. Sus miradas iban de la cama a la mesa y de la mesa a la cocina, donde vió las cacerolas, cucharas, cuchillos y tenedores que se descubrían por la puerta entreabierta de la alacena. Al desviar la vista dio con la escopeta de su padre que colgaba de la pared entre los retratos de la familia real de Dinamarca, y un poco más allá las plantas que florecían ante la ventana. Por último, clavó sus ojos en un viejo cazamariposas que había en lo alto de la ventana.

Distinguirlo y cogerlo fué todo uno, y enarbolándolo corrió hacia el cofre, y su satisfacción no tuvo límites al ver lo felizmente que había llevado a cabo su hazaña. El duende quedó preso en la red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para trepar.