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SELMA LAGERLÖF
 

preguntóse al despertarle un ligero ruido que oyó a sus espaldas.

En el realce de la ventana, frente a él, descubrió un pequeño espejo, en el cual se reflejaba casi toda la habitación. Al levantar la cabeza descubrió el espejito, y quedó atónito al ver, por él, que la tapa del cofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofre de roble, pesado y macizo, con guarniciones de herraje, que nunca dejó abrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima. Eran trajes de aldeana a la antigua usanza, de paño rojo, con corpiño corto y falda plisada y plastrones bordados en perlas. Eran cofias blancas, tiesas por el almidón, y broches y cadenas de plata. Las gentes no querían llevar estas cosas pasadas de moda y la madre habíase propuesto repetidas veces deshacerse de ellas, pero nunca acabó por decidirse: las tenía muy grabadas en el corazón.

El muchacho vió por el espejo que el cofre estaba abierto. No comprendía como había sido esto posible, porque estaba seguro de que su madre cerró el cofre antes de partir; jamás lo hubiera dejado abierto dejando a su hijo solo en casa.

Al punto sintió que se apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado en la casa. No se atrevía ni a respirar: inmóvil, miraba fijamente al espejo. Sentíase atemorizado en espera de que el ladrón se presentara, cuando le extrañó ver cierta sombra negra sobre el borde del cofre. Miraba y remiraba, sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fué precisándose lo que al principio no era más que una sombra y tardó poco en darse cuenta de que la sombra era una realidad. No era ni más ni menos que un pequeño duende que, sentado a horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre.

El muchacho había oído ciertamente hablar de los