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SELMA LAGERLÖF
 

por la página del sermón del día. Presurosamente buscó también el evangelio de tal domingo y lo puso junto al sermonario. Por último, aproximó junto a la mesa el gran sillón que habían comprado el año precedente en la subasta de la casa del cura de Vemmenhög, y en el que, de ordinario, sólo el padre tenía derecho a sentarse. Sentóse el rapaz pensando que la madre procurábase hartas molestias para prepararle la escena, ya que apenas si llegaría a leer una o dos páginas. Pero el padre pareció adivinarle nuevamente las intenciones que abrigaba, al decirle con voz severa:

— Conviene que leas detenidamente, porque cuando regresemos te preguntaré página por página; ¡y ay de tí si has saltado alguna!

— El sermón tiene catorce páginas y media — añadió la madre como para colmar la medida. — Debes comenzar en seguida si quieres tener tiempo para leerlo.

Por fin, partieron. Desde la puerta vió el muchacho como se alejaban; hallábase como cogido en un lazo.

— Estarán muy contentos — murmuraba — con creer que han hallado el medio de tenerme sujeto al libro durante su ausencia.

Mas el padre y la madre no lo estaban; muy al contrario, afligidos. Eran unos modestos terratenientes; su posesión no era más grande que el rincón de un jardín. Cuando se instalaron en ella apenas si bastaba para el sustento de un cerdo y un par de gallinas. Duros para la faena, trabajadores y activos, habían logrado reunir algunas vacas y patos. Se habían desenvuelto bien y en esta hermosa mañana hubieran partido muy contentos camino de la iglesia, de no haber pensado en su hijo. Al padre le afligía verle tan perezoso y falto de voluntad; no había querido aprender nada en la escuela; sólo era capaz de cuidar los patos. Su madre no negaba que esto fuese verdad, pero lo que más le entristecía era verle tan perverso